El reino del ajo

Resquemores que paradójicamente dañaron, durante décadas, la imagen del generoso, bello ajo: una barbaridad, si no un barbarismo.

En vista de ello, antes de penetrar en el mundo del ajo conviene señalar las recetas nuevas e inmemoriales que anulan ese aliento póstumo que tanto odian las señoras y señoritas. Veamos las panaceas antialiáceas:

- tomar un vaso de leche o mascar perejil fresco

- beber licor de angélica

- masticar granos de comino

- comer perejil o perifollo a una manzana rallada

- masticar bayas de enebro.

Tantas opiniones, todas válidas, demuestran que el prejuicio contra el aliento aliáceo lo heredamos de Francia e Inglaterra y casi nadie sabe como usar bien el ajo.

Es imprescindible que se comprendan, claramente, las dos alternativas que este bulbo propone: dos alternativas inevitables dado su carácter violento, su sabor testarudo y triunfante sobre toda cocción, su pertinacia, su imperiosidad: el ajo debe usarse con todo o apenas No hay otra salida. O la comida al ajo o un levísimo toque, un cuarto de diente; una nada que bastará y sobrará para crear un horizonte que armonice con las otras especias sin aplastarlas. Y este es un secreto de alta gastronomía.

Otra coca más: cuando desee realizar una receta europea rebaje a la mitad el ajo prescripto. El ajo rosado europeo, es mucho más suave que el violáceo americano. Tres dientes de ajo sobran para una bouillabaisse o para una marinada clásica que lleve -por ejemplo- vino blanco, pimienta en grano, cebollas, perejil, laurel, bayas de enebro, orégano y tomillo. Y si la susodicha marinada tiene menos ingredientes, dos dientes de ajo alcanzan. El ajo es un condimento, no una verdura.

Entonces: es una barbaridad aplastar cualquier ensalada con ajo picado. Basta untar levemente la fuente en que ha de servirse. Las pastas, ese invento oriental tan fecundamente adoptado por los italianos, son fondos neutros para el esplendor de las salsas. Es necesario recordar que un diente (acompañado por el tocino, el orégano o el estragón o la salvia) distribuido, con inteligencia, es más que suficiente para aromatizar dos kilos de carne magra, al horno. Y lo mismo vale para los tondos de guisos y cazuelas; para un lechón asado o un cordero.

Una discreción que se acentúa definidamente cuando se trata de cocinar pescados. Solo sirve para los bouquets que se colocan en los caldos de fruto de mar.

El ajo es imprescindible, si, pero solo si se lo utiliza con la prudencia necesaria. Lo otro es el ajo imperando, triunfante. Es la alternativa del ajo. Y no hay, ni debe haber, términos medios.

¿Cómo resistirse a esas magnificas alliades de la Provence y el Languedoc, hermanas de los aglio e olio italianos? Son el mas puro aroma del Mediterráneo. Piénselo: una tostada bien caliente mojada con aceite de oliva virgen frotada con ajo. Eso y un vaso de buen tinto. O la memorable salsa alioli. Es facilísima: se machacan en mortero cuatro dientes de ajo con una yema de huevo. Se pone sal y se continúa machacando mientras se agrega, lentamente, dos decilitros y medio de aceite. Debe quedar suave, untuosa, como una buena mayonesa. Y sirve para acompañar lo que a usted se le ocurra.

Antes de cerrar, dos recetas básicas.

Sopa de ajo (orgullo de Madrid)

Poner aceite en una sartén (recordar siempre que el ajo se lleva mucho mejor con el aceite que con la grasa) y freír en ella tres dientes de ajo picados. Dejarlos dorar muy bien. Agregar una cucharada de pimentón (picante o dulce, según el gusto personal) y antes que se torne oscuro, antes que se ennegrezca, añadir rebanadas de pan tostado y agua hirviendo y sal.

Aigo bouido

Se vierten en una cacerola dos cucharadas de aceite. Se agregan seis dientes de ajo algo machacados (para que pierdan rápido el jugo), sal, pimienta y laurel. Cuando los ajos están dorados, se añade un litro de agua y se deja hervir diez minutos con el recipiente tapado. Se colocan en una sopera tibia dos yemas de huevo y se vierte sobre ellas el contenido de la cacerola, revolviendo y cuidando que no se endurezcan, que se disuelvan bien. Luego el pan, frito en aceite de oliva.

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